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Un archivador y otros problemas existenciales

Actualizado: hace 3 días

Tengo una relación intensa con la muerte. La cuestiono, la desvisto y la despiojo. Se me prenden los radares y se me iluminan los ojos cuando alguien me la menciona; me pica la lengua, se me sale el existencialismo.

 

Tengo en mi  biblioteca la sección de tanatología con bibliografía de primer nivel. La muerte desde la poesía, en biografías y en ficción, desde el psicoanálisis, contada por seres extraterrestres y, por supuesto, por la religión. Pretendo que la comprendo y medito fervorosamente, buscándome el alma, y imagino que algún día, comprendiéndome mi fantasma, podré salir voluntariamente del cuerpo.

 

M, mi esposo, no comparte mi interés. Su existencialismo es leve, por lo que sus desvelos son superficiales, pintorescos. Algunos dirían que es afortunado; los debates de su mente tienen que ver con recetas culinarias o con pendientes como, por ejemplo, la idea de un jardín profundamente verde, libre de las hojas caídas del otoño.


En ese contraste, yo densa y él ligero, existe nuestra cotidianidad. Jugamos ciertos roles y el mio es revisar temas a fondo. Siendo la realidad de M algo sencilla, es casi para mí un deber darle dimensión a su existencia. Por eso, en momentos de quehaceres y distensión, aprovecho para exponerle mis divagares.

 

M me escucha atento, haciendo espejo a mis palabras. Algunas veces inclusive hace preguntas y yo me ensalzo fascinada. Sin embargo, a veces en medio de mi trance es posible que sus ojos se conecten con los míos, y sin quererlo se delata. Yo me sonrío, pobrecito, soy una pesada, no le digo nada, pero cambia la densidad del aire. Me hago la que no importa, excepto que M, siempre talentoso, maniobra con gracia imperceptible, encaja una frase sobre otra hasta poner orden en el universo: <<Prepararé el almuerzo; tú sal a recoger las hojas>>. 

 

Menos de una hora más tarde, cuando entro nuevamente a la casa, nos reencontramos en conexión silenciosa y en la comodidad de lo rutinario. La mesa está puesta y la comida servida. M está entusiasmado con su preparación; ahora corresponde evaluar el sabor de su desvelo.

 

Así es como sucede nuestra vida, a veces, y casi siempre.


Pero luego concluyo que M tiene su existencialismo encubierto y es para mí un placer ponerlo en evidencia. A él tampoco se le escapa pensar y actuar en aras de ganarle algo de terreno al revolcón de la muerte. Se la pasa comprando y acumulando seguros de vida. Cada tanto me cuenta que adquirió una póliza. Luego aparece con otra. Me menciona bancos, fondos y aseguradoras. La mayoría son en su nombre. Algunas llevan el mío, pero eso son monedas. Es un compulsivo, por lo que le señalo: "vales más muerto que vivo". M se ríe satisfecho y en paz.

 

Una noche hace poco tuve una pesadilla. Me soñé parada frente a nuestro archivador, abrumada con la burocracia con la que se deleita M. Adentro de este mueble mudo y ordinario reposa una enorme e incomprensible compilación de documentos, contratos, códigos y cuentas. La vida entera en un agobiante rompecabezas.

 

Me observé en el imposible pozo profundo de desolación. Me quedé pasmada analizando el día uno después de. Espalda recta y corazón hinchado, no existiría más en el tiempo ni en el espacio; solo tendría una frágil inercia para gestionar el orden del universo por entre un tubo estrecho de desconsuelo. Los niños: pulpa molida. En la inercia habría que, además de comer, pagar cuentas, cumplir con obligaciones y actualizar pendientes. Ahí estaba el insufrible archivador. Maldito archivador. Tanto filosofar sobre la muerte, tantas menciones sobre pólizas y la idea de terminar en un limbo insoportable navegando un laberinto de pragmatismo incomprensible me pareció devastador.

 

A la mañana siguiente le conté a M mi terror y sus ojos explotaron de pánico: "Haremos un mapa".

 

Con un sentimiento de alerta y tratando de evacuar la cotidianidad, ese día los minutos se volvieron lentos y urgentes. Toda la mañana M estuvo meditativo, pero sobre todo ridículamente prudente: lo vi bajando las escaleras cogido del pasamanos. Hipocondriaco movía su brazo izquierdo asegurándose de que nada le dolía cerca del corazón.

 

Finalmente logramos correr las agendas y nos sentamos a solucionar. Escribimos un mapa detallando vínculos, usuarios, claves y cifras. También escribimos nuestros testamentos que, tal como lo dicta la ley suiza, deben quedar inmortalizados en el cajón de la mesa de noche de cada cual. Llegara el día, nos hemos documentado, el cónyuge desconsolado señalará con su dedo el lado correspondiente de la cama y su validez quedará debidamente constatada por algún testigo de ocasión.

 

Terminamos. Superamos el ritual existencialista más rápido de lo que prometía el enredo burocrático de M. La muerte nuevamente se sintió ligera, se desvaneció, inexistente, en el trasfondo de la vida.

 

Volvimos a la cotidianidad, pero casualmente coincidió con que esa tarde M salía para el aeropuerto. Despidiéndonos, nos dio risa con complicidad nerviosa. Nos abrazamos algo desentonados por lo que habíamos hecho. Nos conectamos por un vacío en el estómago, finalmente unidos por el existencialismo, minúsculos e impotentes, confiando en que la vida, la mía densa y la de él pragmática, continuaría llena de almuerzos reconfortantes y discusiones diluidas en los quehaceres de la cotidianidad.


Así termino explicando como M y yo estamos en la misma página. Es en el hacer donde se crea una ilusión y nos percibimos diferentes.


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Adriana

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