Espiritualidad moderna para gente con afán.
- adrgomez
- 27 abr
- 7 Min. de lectura
Cerca de mi casa, hay una gran pradera, y más allá, hay una granja donde pastorean unas vacas muy suizas al son de las campanas que llevan colgadas en sus cuellos.
Mi mantra es: No creas todo lo que piensas, pero igual arranco con el flagelo:
"Que tal esas vacas torturadas con esas campanas de hierro, tan pesadas como el pecado original. La vaina les empuja la cabeza hacia el suelo y las ensordece con un incesante 'tin tin' que les acelera el metabolismo y las pone a comer sin parar. Sus figuras voluptuosas coincide en el ideal de las vacas felices. En Suiza, tomamos leche feliz. Excepto por la campana, pensaría yo. Pobres vacas."
Soy amante del queso por lo que ante la vaca mortificada, siento la necesidad de lavar mi conciencia. ¿Que hago? No puedo quedarme ni en el "muy muy" de los animales torturados ni en el "tan tan" de un veganismo sanador. Me consume la sensación de radicalismo presente en todo. Abruma que haya todo tipo de estudios que no nos permiten reconciliarnos: o se está con los carnívoros inconscientes maltratando las vacas o con los veganos maltratando las abejas. Todo es inviable entre tantas verdades que cancelan cualquier percepción de lo correcto.
Necesito un gurú; alguien que me lleve de la mano y me ayude a reconciliarme con todos mis tormentos, que no son pocos y mucho menos exclusivos de la alimentación. Este conflicto de extremos del "muy muy" frente al "tan tan" infecta todo en mi vida.
Necesito un gurú —que ridícula.
He tenido que reconciliarme con la palabra "gurú". En mis épocas de antaño, el gurú y el arlequín eran parientes cercanos; ambos, disfrazados, contaban relatos bien elaborados al servicio de la ligereza y el sosiego —no eran tan frecuentes. Sin embargo, el mundo cambió y llegaron en rachas.
Llegó la post-verdad y nos robó la sobriedad. Aprendimos que no hay que tomarse nada demasiado en serio porque todo lo aparentemente serio o mata o atrofia. Benditos y alabados sean los gurús que gestionan verdaderos caldos de ciencia, espiritualidad, esoterismo e imaginación. Que no se les juzgue por querer darle sosiego al mundo.
Las vacas me han dado un propósito. ¿Dónde consigo un gurú? Necesito redención, o por lo menos un cuento bien contado que me aligere y me permita vivir en medio del atropello inviable del “muy muy” y el “tan tan”.
Llego a casa a llenarme el alma con la sabiduría de Instagram. El algoritmo conoce mis preferencias y me dedico a recorrer hasta los más remotos rincones del hashtag #guru.
Pasan algunos meses. Algunos gurús comienzan a destacarse con sus videos de tres segundos y los empiezo a ver más allá de su arlequín. Comienzo a sentirme genuinamente atraída. Like, like y like. Follow y subscribe.
Aparece mi nuevo gurú, por supuesto iluminado, y me encanta que habla con pragmatismo. Tiene más de 70 mil seguidores, por lo que no debe ser ningún aparecido.
Un día llega el momento esperado. El gurú ofrecerá un retiro espiritual en Lisboa. Las inscripciones estarán abiertas a partir del 12 a las 8 a.m. First come, first serve, dice el email. ¿Cuántos cupos habrá? ¿Serán al menos doscientos? Se me acelera el corazón. Pongo mi alarma para ese día a las 7:57 a.m.
¡Estoy registrada! —el precio es muy espiritual.
Compro el tiquete de avión y reservo el hotel. ¿Regresaré otra? Caramba, ya hasta estoy más liviana. Me uno a un grupo en Facebook y me presento con mi tribu. El evento está sold out.
El primer día del retiro, me presento en recepción y me dan mi brazalete de entrada. A la salida está la tienda de souvenirs, donde se venden las fotos del gurú. Encuentro libros de su autoría desplegados en una enorme mesa, llaveros, tazas, separadores de libros, batas y chales, pulseras, collares, inciensos y amuletos. La fila para pagar es extensa, y la devoción es palpable en la compulsión colectiva por los objetos de la fe. Me inunda una sensación “muy, muy”. Por supuesto, me compro un libro y una foto que justo ahora me mira desde la pared donde la colgué.
El primer Satsang comienza en la tarde, así que, en lo que queda de la mañana, salgo a caminar por la ciudad. Cuando regreso, es justo sobre la hora, y la fila para entrar es una serpiente enroscada que recorre varias cuadras. Hay un caudal de por lo menos dos mil seguidores. Llegué de última y me siento en rezagada en el pulso de tanto devoto adoctrinado. Noto que hay un código de vestimenta en la fila: mi tribu se viste con ropa de yoga o con un look de montaña. Uf! Me siento acorde; ni “muy muy” ni “tan tan”.
¿Satsang? ¿Qué vamos a hacer?

Justo cuando me siento en punto mas lejano del auditorio comienza el evento. Sale mi admirado sabio, hombri-caído, moreno y de turbante; es igualito al de Instagram. Todo el auditorio se levanta y aplaudimos contagiados por la emoción. Bendecida y agradecida, me sonrío pero algo nerviosa, un cosquilleo extraño se ha comenzado a subir por la pierna; la energía de la fe es muy fuerte. Mi fe no es "tan, tan" —¡Silencio! No creas todo lo que piensas.. Hago, al igual que todos, la pequeña venia amorosa del Namaste.
El satsang es un evento de preguntas y respuestas en el que un miembro del público es invitado a preguntar y el gurú responde para que todos aprendan de la respuesta. Una joven se presenta, saluda fervorosa y sorpresivamente se extiende en su admiración: "¿Te puedo tocar los pies?"
¿Quéee?!?
El pelo se me crispa y el entusiasmo se me desploma. ¿Pero por qué le quiere tocar los pies? Sin dudarlo, me abalanzo sobre el micrófono más cercano y digo: “Disculpen, no quisiera interrumpir, pero creo que es importante que nos enfoquemos en preguntas que nos lleven a aprender y que demos espacio para que el gurú responda. Un gurú iluminado no puede ser motivo de fanatismo; a él no se le acarician los pies”. Para mi sorpresa el auditorio aplaude apoyando la moción de sobriedad. Sonrio orgullosa. Que público tan evolucionado.
Excepto que eso no fue lo que realmente ocurrió.
Ante la pregunta de la devota, el gurú sonríe amoroso, le permite subir al escenario para sentarse a su lado, omite la referencia de las caricias y la guía con paciencia hacia una pregunta más educativa. Una maniobra elegante para un evento de gran sensibilidad. Desde mi puesto, oji volada, arriba y muy lejos, observo a todos escuchar con atención. Con la magia del evento distorsionada necesito hacer una pausa para una justa revisión.
Saco mi celular y en la barra de búsqueda de Google escribo: “¿Es el moreno de turbante un gurú genuino, iluminado y de pureza irrefutable?” El tercer link de la lista me lleva a un artículo que lo denuncia con convicción. Hay un testigo, un discípulo y voluntario, que describe las experiencias difíciles que observó en la sede rural de retiros de mi gurú. Historias de jóvenes atractivas, frágiles y vulnerables, que fueron privilegiadas al ser invitadas a rendir tributo entre sábanas.
Con el libro recién comprado sobre las piernas y el destiemple del artículo atorado en las vértebras, me encuentro oscilando entre un “muy muy” y un “tan tan”. ¿Que hago?
¿Debo abandonar mi nueva fe o debo quedarme? ¿Dónde carajos estoy?—¡Silencio! No creas todo lo que piensas. Canalizo una actitud meditativa; me recuerdo a mí misma que mi neurosis es algo del pasado y, así, me sumerjo en el arte de la reconciliación.
Mi gurú, un ser elevado, resulta que también es tóxico. Si me marchara en indignada protesta me posicionaría como la autoridad moral en esta situación y haría eco a una fuente de la que sé muy poco. Concluyo que si me encontrara en el retiro rural presenciando el pecado, siendo testigo del abuso de poder frente a mis ojos, mi llamado a la acción entonces sería diferente.
Pienso entonces en los cientos de voluntarios devotos que hacen de este retiro un evento impecable. ¿Habrán sido testigos de esto? ¿Pecarán de alcahuetería, algo incómodos y con temor? Será algo que ellos mismos tendrán que perdonarse en su trayectoria hacia la trascendencia.
Observo al público y por supuesto aparecen los pragmáticos con preguntas concretas. Me alegro, no todo está perdido, después de todo, tengo una tribu dentro de la tribu.
Y aparecen también mas fanáticos. Al observarlos y escucharlos se me mete la angustia. Siento un profundo dolor por sus vidas que los llevan a regalarse al poder sanador del gurú. Me salvaste, haz conmigo lo que quieras. Al escucharlos hablar, es imposible no sentir empatía y dolor por pasados que no revelan. Cómo no tener paciencia y desearles mas crecimiento para que se puedan dar cuenta que son ellos mismos quienes se han ido sacando del "tan tan" mas profundo. Les desea uno que eviten abandonarse a sí mismos ante tanta fe.
Mi gurú es tremendo, sabe y entiende muchísimo. Pero el ego se le materializa sin querer cuando una joven bonita le sugiere: haz conmigo lo que quieras. Él sonríe y es amable. Pero, al fin y al cabo, es un hombre y vulnerable ante el poder que se le otorga.
Disfruto el retiro empatizando más que juzgando, tratando de entender todo. Y regreso a casa ablandada y conmovida. Mi gurú, sin lugar a dudas, es un elevado, pero también es un caído. Como uno más de tantos, habita en ese diálogo de contradicciones y me recuerda que por ahí va la cosa. La búsqueda de la verdad —la propia, porque no hay otra— se asimila en la sabiduría que existe en el punto medio.
En la espiritualidad, para gente con afán, hay que tomar los retazos que sirven y soltar el ideal de un todo. Nada es ni “muy muy" ni “tan tan”. Se hace lo que se puede, quizás com menos reacción y mas compasión—y en cuanto a las vacas: también.
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